Mis abuelos vivían en una casa muy grande, antigua,
rodeada de un frondoso y bello jardín, donde solíamos jugar todos los domingos
cuando íbamos mis primos y yo, a visitarlos, jugábamos sin descanso hasta que
se ocultaba el sol.
Al morir mi abuelo mi madre propuso a mi abuela
venirse a vivir a nuestra casa, que era un poco más pequeña pero estaba situada
en el centro del pueblo. Al principio se oponía, no quería de ninguna manera
dejar su casa. Decía que allí tenía todos sus recuerdos y quién cuidaría de sus
plantas.
No comprendía lo que ella quería decir, pero yo
pensaba que estaría mejor con nosotros, en una casa más cómoda y moderna. Al
final después de mucho batallar mi madre logró convencerla, ya que su salud
había mermado a raíz de la muerte de mi abuelo. Mi madre le preparó un cuarto
al lado del mío. Solo para ella. Era mi habitación preferida. Tenía las paredes
blancas y una ventana grande orientada al mar y en las noches oscuras se podían
contemplar pequeñas lucecitas que parpadeaban sin descanso como bailarinas de
un mágico ballet sobre las serenas aguas. La decoración sencilla, un sillón,
una mesa redonda, una cama, un armario y una tele suspendida en la pared. Me
encantaba. A veces me introducía en su cama para ver las películas románticas.
Ella olía a pan recién horneado. Al poco tiempo de estar viviendo en casa, se
matriculó en el colegio de adultos para dar clases, y asesorada por la
directora se apuntó a varias actividades: gimnasia, informática, y en el grupo
de teatro que le dio opción a hacer algunas amigas mayores y viudas como ella.
Cada domingo quedaban para ir a misa, tomar un café o ir de viaje siempre que
podían. Ya habían pasado dos años y se encontraba muy bien de ánimo y su salud
se había recuperado por completo.
Recuerdo un día que estaba limpiando el polvo de los
muebles del salón, cuando al coger el jarrón de china, preferido de mamá para
ponerlo en su sitio se le resbaló de las manos estrellándose en el suelo. Se
hizo añicos. Con suma dificultad se arrodilló y uno a uno fue metiendo los
trozos de cerámica en una vieja caja de zapatos, que rápidamente guardó en su
armario para que mi madre no pudiera ver lo que había pasado.
Acurrucada en silencio en el sofá, la observaba a
distancia, intentado que no se percatara de mí presencia.
Yo en mi inocencia al día siguiente, le conté a mi
madre lo que había pasado. Después de decírselo me sentí muy triste y
arrepentida, pues podía regañar a mi abuela. Pero no fue así, me dijo que no me
preocupara que al día siguiente le diéramos una bonita sorpresa. Cual podía ser
la sorpresa, me preguntaba una y otra vez.
A la mañana siguiente mi madre nos dijo que teníamos
que arreglar los armarios, quitar la ropa de invierno para poner la de verano.
Al sacar la ropa del mi abuela mi madre se topó con la caja.
-¿Qué tiene esta caja de zapatos madre?
-Nada, respondió nerviosa, son sólo cosas mías.
-Pero mamá ábrela haber si hay alguna cosa que
podamos tirar-.
Ella se resistía, pero al final la abrió. Al
comprobar el contenido de la caja quedó paralizada, aturdida no se lo podía
creer, no estaban los trozos del jarrón, en su lugar había unos zapatos
preciosos y carísimos que siempre los quiso comprar pero nuca lo hizo. Eran muy
caros. Unas lágrimas brotaron de sus cansados ojos recorriendo los surcos de su
cara. Mi madre la refugió entre sus brazos con ternura y con la yema de sus
dedos retiró sus lágrimas.
Pasado un tiempo me contó que esa noche no pudo
conciliar el sueño, pensado en lo afortunada que era al tener a su lado a sus
seres queridos a los que tanto amaba.
Me ha parecido una entrada preciosa, me imagino a la pobre abuela tristísima, echándose la culpa por romper el jarrón, pero a tu abuela nadie le dijo que las cosas solo son eso, y que las personas son lo mejor de la vida. Encantada de encontrar un blog tan familiar y bonito. Hasta pronto. Un abrazo.
ResponderEliminarGracias por tu visita. Un saludo
ResponderEliminar