Recuerdo con toda
nitidez cuando trasladaron a mi padre
por asuntos de trabajo desde Madrid al Puerto de Motril.
Era el año 1971. Por aquel entonces yo tenía diez años y mi hermano ocho. El
viaje hacia Motril, tanto a mi hermano
como a mí, se nos hizo muy largo y
pesado. Parte del trayecto lo pasamos vomitando y preguntado a mi madre:
— Mamá, mamá, ¿falta mucho para
llegar? A lo que ella respondía con una sonrisa de
esperanza consoladora.
A
mi madre no le satisfacía la idea de tener que vivir el resto de su vida en una
ciudad de provincias. Ella tuvo que dejar su trabajo como dependienta en una
zapatería muy importante llamada “Zegarra”, pero asintió sin rechistar. Siempre
lo hacía. Toda su vida había vivido en
Madrid donde se hallaba toda su familia, pero ante la decisión de mi padre poco
podía hacer.
Al
girar el coche en una de las miles de curvas que existían en aquellos años en
la carretera que conducía desde Granada
a Motril, pude atisbar cómo brillaba el sol al salir tras las altas montañas, con sus
dorados y anaranjados rayos. A lo lejos
se distinguía el mar, inmenso y azul, de un azul centelleante que se
expandía ante mis ojos. ¡Nunca lo tuve tan cerca! No pude
evitar sorprenderme ante tanta belleza. Yo,
que a mis diez años, sólo conocía gigantescos bloques de hormigón e
infinidad de coches circulando por el asfalto.
A
mi padre, por el cargo que le tocó
desempeñar en esta empresa portuaria, le
concedieron una pequeña casa cerca del puerto. Todas eran de color blanco
azulado, de dos plantas, alineadas unas
con otras, con un agraciado jardincito en la entrada y en la parte trasera un
pequeño huerto donde mi madre, al poco tiempo de instalarnos plantó tomates, cebollas y otras
hortalizas para nuestro propio consumo.
Mi
dormitorio se encontraba en la parte alta;
mi madre así lo había decidido para que, al estar más aislada del resto
de la casa, pudiese concentrarme y
estudiar con facilidad. Desde la ventana podía ver el puerto: ¡estaba tan cerca
que casi podía tocarlo! En aquella época sólo atracaban pequeños veleros,
barcas de pesca y algunos barcos de mercancías, muy grandes, que transportaban
gabazo, trigo, madera… El gabazo, nada más descargado, era transportado a la
fábrica de la “Celulosa” para elaborar la pasta de papel. La actividad en
aquella época era constante: no dejaba de funcionar ni de noche ni de día. Cuando atracaba uno de esos grandes barcos en
el puerto, me gustaba observar cómo los
estibadores iban de un lado a otro en pleno verano, con el torso al descubierto.
Los bares cercanos al puerto se llenaban de jóvenes trabajadores a la hora de
la comida, y un olor a mar y a sardinas
asadas inundaba el ambiente. Desde mi ventana también podía distinguir en la
lejanía un gran vergel verde de cañas de azúcar, aguacates, chirimoyas… Y en lo
más alto del pueblo, el Santuario de la “Virgen de la Cabeza”: hermoso, muy
hermoso, desafiante ante mis ojos de adolescente.
Era
costumbre por aquel entonces en las noches calurosas del estío, salir con
nuestras sillas a las puertas de las
casas y reunirse los vecinos para tomar
el fresco y contar bellas historias. Contaban las personas más longevas que la
Virgen de la Cabeza la trajeron unos pescadores portugueses que fueron
sorprendidos por una gran tempestad en
alta mar, y que al verse en peligro de muerte le prometieron a la Virgen que si
los sacaba de aquella peligrosa tormenta
y les salvaba la vida la dejarían para
siempre en tierra firme. Cuando amainó
el temporal echaron el ancla y
atracaron el barco y la trasladaron en una pequeña barca hasta la
orilla. Así fue como la dejaron en la playa de las “Azucenas”, cerca del
puerto. También contaban la tragedia del
terremoto que sucedió en Motril el 13 de enero de 1804. ¡¡¡Era
fantástico escuchar esas tristes y bellas historias!!! Para mí, pobre niña de
ciudad!!!
Y
a esa hora en que la tarde abrazaba la noche y los pescadores salían con sus pequeñas barcas a faenar, el mar se llenaba de pequeñas lucecitas que
parpadeaban sin descanso como bailarinas de un mágico ballet, sobre las oscuras
y serenas aguas.
Y al amanecer, un manto blanco tapizaba la orilla de la playa: miles de gaviotas graznando sin tregua anunciaban un
nuevo día.
Pronto
nos adaptamos a nuestra nueva vida. Los inviernos eran cálidos, mi hermano y
yo, en el nuevo colegio: Centro Privado de Enseñanza Ave María,
que era el que se encontraba más cerca
de casa. En verano no íbamos todo el día a la playa donde jugábamos con otros niños. Lo pasábamos de
fábula.
Hoy, que han pasado los
años, sentada en la orilla del mar, de este mar de Motril, puedo oír el ir y
venir de las olas, ver cómo las olas
dejan sus huellas en la arena y cómo son
borradas por otras más grandes en
un instante. Puedo
sentir muy dentro de mi alma cuánto he llegado a valorar y amar a esta
bella ciudad, a la que no abandonaría por nada.
2º premio de relato - 2013
Hola, Maruja. He visto tu comentario y enseguida te he asociado a las personas que participan con asiduidad en el blog de Beatriz Salas.
ResponderEliminar¡Qué hermosa historia! Hay veces en que una busca un lugar en el que tiene puestas muchas especttivas y luego no es para tanto, y otras, las mejores, en las que los lugares salen al encuentro de una dejando una huella que perdurará para toda la vida. Me ha emocionado esa mirada tuya frente al mar.
Abrazotes y enhorabuena por este premio