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martes, 16 de enero de 2018

YA ERA TARDE...




















Ya era tarde para volver atrás. Ahora ella estaba allí como cada día rodeada de todas aquellas ancianas y ancianos a los que no conocía de nada ni tampoco a las enfermeras de aquel tétrico lugar. Sentada en aquel extraño salón en penumbras, iluminado por un débil rayo de luz mortecina que se colaba por las rendijas del ventanuco que da a un patio interior, estrecho y sombrío, que envuelve las paredes con una capa de tupido musgo amarillento y sucio. Torpemente, introduce la mano en el bolsillo de la bata de franela y saca una fotografía color sepia, lapidada, en la que aparecen una joven pareja con dos niños de corta edad: el chico vestido de marinero y la chica con un traje de organdí bordado, y en la cabeza, un gran lazo que recoge los dorados cabellos rizados. Después de observarla un buen rato, ella intenta con todas sus fuerzas recordar quién son esas personas que aparecen en esa fotografía, y con la mirada perdida hacia ninguna parte la vuelve a guardar.  Intenta desesperadamente recomponer en su memoria los hechos que le sucedieron para encontrarse allí en aquel lugar perdido en medio de la nada,  donde no conocía a nadie ni donde nadie iba a visitarla, donde el tiempo fluía despacio como la miel de las colmenas que se derrama lentísima por el tronco de los árboles. Les tenía pánico a  aquellos deshumanizados seres de bata blanca que la obligaban a bañarse cada mañana nada más salir de la cama, y le inyectaban cada seis horas y que sin la más mínima compasión la forzaban a comer aquella papilla amarillenta y pastosa que sabía a medicamentos y que tanto le asqueaba. La anciana abre los ojos y en la penumbra de la estancia, distingue la puerta de la habitación entreabierta y una horrible lámpara que semeja una araña colgada del techo devuelve su siniestra sombra; sobre la mesita de noche, reposan unas diminutas gafa con montura de pasta oscura, un viejo libro con las cubiertas ajadas, un vaso con agua y unas pastillas... ¿Habrá alguien enfermo? Se pregunta extrañada. Estira el brazo izquierdo y su mano topa con el cuerpo de una persona... ¡Un hombre! Observa con atención sus rasgos faciales. Le suena vagamente. ¿Qué hará este hombre en mi cama? Ella a veces sabe vagamente que está ingresada en una residencia geriátrica, que allí conviven hombres y mujeres mayores como ella, piensa por un instante, que el hombre se habrá levantado de su cama medio dormido para ir al baño que se encuentra en el pasillo, y, al volver, se ha equivocado de habitación. A trancas y barrancas consigue levantarse de la cama con suma dificultad; en cuanto arrastra los pies un par de metros se da de bruces contra un cristal... "¿Quién eres tú?", pregunta al rostro ajado y ojos cansados que la observan desde el vidrio. Le responde un silencio atónito. Y entonces lentamente, se acerca a la ventana para despedirse de la luna, arrastrando los pies como si llevara toneladas de peso encima, después de un rato observando las miles de estrellas, vuelve a su lecho desolado. Toma  una de aquellas pastillas para intenta dormir y no desvelarse, así no tendrá que ver los fantasmas que se le presentan cada noche con el rostro desdibujado, los que de mañana se  esfuman y no dejan rastro en su frágil memoria. No podía aguantar por más tiempo en ese horrible lugar.
 No sabía ni cómo ni cuándo, pero alguna tarde de algún domingo se quedaría sola en el patio, olvidada, saldría a la carretera y cogería ese autobús, sí, ese autobús blanco y verde que pasaba cada tarde, lleno de niños y sin que nadie la viese marcharía a su casa. Esperó y esperó cada domingo sentada en aquel triste y húmedo patio  pero  ese ansiado día jamás llegó.




1 comentario:

  1. Triste relato, triste y dolorosa realidad de aquellos ancianos olvidados...

    Un abrazo.

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