Ya era tarde para volver atrás. Ahora ella estaba allí como
cada día rodeada de todas aquellas ancianas y ancianos a los que no conocía de
nada ni tampoco a las enfermeras de aquel tétrico lugar. Sentada en aquel
extraño salón en penumbras, iluminado por un débil rayo de luz mortecina que se
colaba por las rendijas del ventanuco que da a un patio interior, estrecho y
sombrío, que envuelve las paredes con una capa de tupido
musgo amarillento y sucio.
Torpemente, introduce la mano en el bolsillo de la bata
de franela y saca una fotografía color sepia, lapidada, en la que aparecen una
joven pareja con dos niños de corta edad: el chico vestido de marinero y la
chica con un traje de organdí bordado, y en la cabeza, un gran lazo que recoge
los dorados cabellos rizados. Después de observarla un buen rato, ella intenta
con todas sus fuerzas recordar quién son esas personas que aparecen en esa
fotografía, y con la mirada perdida hacia ninguna parte la vuelve a
guardar.
Intenta desesperadamente recomponer en su memoria los
hechos que le sucedieron para encontrarse allí en aquel lugar perdido en medio
de la nada, donde no conocía a nadie ni donde nadie iba a visitarla,
donde el tiempo fluía despacio como la miel de las colmenas que se derrama
lentísima por el tronco de los árboles.
Les tenía pánico a aquellos
deshumanizados seres de bata blanca que la obligaban a bañarse cada mañana nada
más salir de la cama, y le inyectaban cada seis horas y que sin la más mínima
compasión la forzaban a comer aquella papilla amarillenta y pastosa que sabía a
medicamentos y que tanto le asqueaba.
La anciana abre los ojos y en la penumbra de la estancia,
distingue la puerta de la habitación entreabierta y una horrible lámpara que
semeja una araña colgada del techo devuelve su siniestra sombra; sobre la
mesita de noche, reposan unas diminutas gafa con montura de pasta oscura, un viejo
libro con las cubiertas ajadas, un vaso con agua y unas pastillas... ¿Habrá
alguien enfermo? Se pregunta extrañada. Estira el brazo izquierdo y su mano
topa con el cuerpo de una persona... ¡Un hombre! Observa con atención sus
rasgos faciales. Le suena vagamente. ¿Qué hará este hombre en mi cama?
Ella a veces sabe vagamente que está ingresada en una
residencia geriátrica, que allí conviven hombres y mujeres mayores como ella,
piensa por un instante, que el hombre se habrá levantado de su cama medio
dormido para ir al baño que se encuentra en el pasillo, y, al volver, se ha
equivocado de habitación. A trancas y barrancas consigue levantarse de la cama
con suma dificultad; en cuanto arrastra los pies un par de metros se da de
bruces contra un cristal... "¿Quién eres tú?", pregunta al rostro
ajado y ojos cansados que la observan desde el vidrio. Le responde un silencio
atónito.
Y entonces lentamente, se acerca a
la ventana para despedirse de la luna, arrastrando los pies como si llevara
toneladas de peso encima, después de un rato observando las miles de estrellas,
vuelve a su lecho desolado.
Toma una de aquellas pastillas para intenta dormir
y no desvelarse, así no tendrá que ver los fantasmas que se le presentan cada
noche con el rostro desdibujado, los que de mañana se esfuman y no dejan rastro en su frágil
memoria.
No podía aguantar por
más tiempo en ese horrible lugar.
No sabía ni cómo ni cuándo, pero alguna tarde de algún
domingo se quedaría sola en el patio, olvidada, saldría a la carretera y
cogería ese autobús, sí, ese autobús blanco y verde que pasaba cada tarde, lleno
de niños y sin que nadie la viese marcharía a su casa. Esperó y esperó cada
domingo sentada en aquel triste y húmedo patio
pero ese ansiado día jamás llegó.
Triste relato, triste y dolorosa realidad de aquellos ancianos olvidados...
ResponderEliminarUn abrazo.