En el dormitorio en penumbras como era su costumbre Elizabeth empezó a desnudarse, no le hacía falta encender la luz para saber el
lugar exacto donde colgar cada camisa, cada falda y cada chaqueta. Ella se
vestía y desvestía a tientas con la tenue luz del pasillo, le era suficiente.
De memoria se maquillaba; la sombra de ojos, el
perfilado labial y un poco de colorete en los pómulos; hacia tantos años que
practicaba el mismo ritual que para ella no era necesario tener que mirarse al
espejo. Aunque en varias ocasiones alguna amiga le había recriminado algún
contorno mal perfilado.
¿Qué sabrán ellas? Pura envidia.
Tan solo en alguna ocasión cuando pasaba por delante
del espejo de pasillo se erguía y estiraba la falta para alisar alguna posible
arruga. Se sentía elegante y feliz. Esa noche se encontraba más cansada que de costumbre, pero medio desnuda aún tuvo fuerzas
para dar unos pasos de baile frente al espejo. Al entrar su marido en el
dormitorio encendió la luz y se vio como en realidad era. Triste, abatida y
decepcionada cayó sobre la cama.
Mañana quitas el espejo del armario no me gusta lo
que veo en él Richard.
Se le vinieron encima como un mazazo sus casi recién
cumplidos ochenta años.
Muchas veces vemos un espejismo de la propia realidad.
ResponderEliminarUn abrazo.
Para qué tener espejos si como realmente somos es como nos sentimos. Precioso Maruja.
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