“Se disipa la niebla”
Después de una larga noche de insomnio me levanté, me asomé tras
los transparentes visillos del balcón
del dormitorio y comprobé que una
débil neblina cubría los rojizos tejados de las casas adosadas del
barrio. Sentado sobre la cama cerré los ojos
un instante. Al abrirlos, mis pupilas se clavaron en la fotografía de
María, mi esposa, que, estática, me miraba desde la mesilla de noche. Abracé la
fotografía contra mi pecho y unas incontroladas lágrimas me resbalaron por las mejillas. Le hablé, le
conté cosas, cosas que nadie sabía, sólo ella y yo. El dolor y la rabia se escaparon por mi boca y por mis ojos, llenando
la estancia de cristalina escarcha.
Bajé la empinada escalera con sumo cuidado, aferrado a la fuerte
barandilla que la flanqueaba. Tenía mucho miedo a caerme. Me dirigí a la
cocina, guiado por el ahogado sonido de cacharros. Era Luz María, una chica
peruana que habían contratado mis hijos para que atendiese la casa, mi
colesterol y mi tensión arterial. Al salir a la calle,
el aire fresco de la mañana me rozó la piel como el suave pelo de un gato; una
sensación de libertad había invadido mi espíritu: percibí cómo los árboles
mecían las amarillentas hojas ante el inminente otoño, y cómo los débiles rayos
del sol de la mañana resaltaban los grises adoquines del pavimento. Caminé hasta El Centro de Mayores. Por las ventanas se escapaban
las voces de los allí presentes y un penetrante olor a café recién hecho. Entré
para desayunar. Al terminar, me acerqué a una de las mesas para curiosear un
poco. Uno de ellos, un tal Manolo, me ofreció jugar una partida de dominó. Me
gustó. Al día siguiente volví, y al otro, y al otro, y al otro… Un día Manolo
me comentó que en breve, en el Centro, empezarían los cursos de Informática. “Sería
interesante poder aprender algo sobre ese tema…”- pensé con temor
ante lo desconocido. A la mañana siguiente me puse manos a la “obra” y sin
pensarlo dos veces, sin prisa, pero seguro de que mi vida iba a cambiar, subí
decidido los más de diez escalones que me separaban del despacho del Director.
No se encontraba allí, así que subí al segundo piso, donde se impartían las clases. Ya dentro de
la sala, miré a mi alrededor con suma curiosidad, buscando al Director. El
ambiente que se respiraba era sereno y acogedor:
mesas de madera clara alargadas con dos ordenadores en cada una de ellas; las
sillas tapizadas de azul metal, y las cortinas de las ventanas del mismo tono, que
apenas dejaban pasar un tenue rayo de luz. Me encontraba abstraído en mi
contemplación, cuando una voz se hizo
sonar a mi espalda.
— ¿Señor, qué deseaba? Le eché una mirada a hurtadillas: era alto,
moreno, un poco escaso de peso y con gafas al estilo Elton
John.
—Quería información…
Desearía saber si aún queda alguna plaza libre para el taller de Informática
que va a empezar dentro de unos días – contesté, dejando escapar de mis
labios una tímida sonrisa.
— Sí, una de iniciación
queda libre – respondió el Director
con voz firme y serena.
Abrió la carpeta que portaba en la mano y me entregó un
formulario. Al terminar de rellenar la solicitud le dije:
— ¿Qué día y a qué hora
empieza la clase?
—El lunes próximo a las diez. Por favor, no llegue
tarde. Aquí solemos ser muy puntuales- respondió
el Director, extendiéndome su mano.
…Y sin apenas darme cuenta ya estábamos a mitad del curso. Una de
las compañeras, Paulina, que siempre se sentaba
a mi lado, me ayudaba a encontrar las letras o los signos de puntuación,
y también hacía aparecer lo que había escrito en la pantalla, cuando por “arte
de magia”, sin que yo supiera cómo, me desaparecía. Paulina
era alegre, divertida, con el pelo como
una nube de invierno y los ojos pequeños y vivarachos.
Me daba ánimos para que no faltase a las clases. Y no falté, ni siquiera cuando
me dolía mucho la espalda y las rodillas por la dichosa artrosis. En poco
tiempo aprendí a navegar por Internet y a utilizar las redes sociales: correo
electrónico, facebook… Manolo, con el que solía jugar cada día la partida de dominó
me ofreció participar en el taller de teatro del Centro. Y acepté de inmediato;
¡nunca pensé que fuese capaz de subirme a un escenario! Al terminar los ensayos
vamos a tomar algo. Lo pasamos ¡¡¡genial!!! También he hecho amistad con un grupo que
juega a la petanca. Cada lunes me acerco
hasta el club para verlos jugar. ¡¡¡Son magníficos!!!
Espero cada día, impaciente, la
hora de reunirme con ellos y ellas… He vuelto a reír, a soñar, a tener inquietudes por aprender y conocer cosas nuevas...
Se disipa la niebla.
Creado por Maruja. J. Galeote.