Quedó, como todos los días, con su
amiga Marta para ir a hacer footing por el paseo que va del pueblo hasta la
playa. La estuvo esperando más de una hora, pero fue inútil, no acudió a la
cita, así que se dispuso a emprender la marcha, con pereza y desgana; no le
gustaba ir sola a esa hora de la tarde. El paseo se encontraba desierto,
silencioso, sólo el revoloteo de los pájaros entre los árboles rompía el
mutismo, los débiles rayos del sol del atardecer caían apagados envolviendo con
su tenue luz los cañaverales; como rejas de una cárcel que se alinean a uno y
otro del paseo, los bancos de madera estáticos, recién pintados de blanco,
incitando al descanso al caminante. El aire era calentón a esa hora de la tarde
del mes de septiembre, la brisa le lamía la piel como la lengua rasposa de un
gato; corría, corría, sin parar, percibiendo cómo los tenis golpeaban el firme
suelo del paseo.
Sentía que alguien corría tras ella,
al mismo ritmo; intuía que podía ser su amiga Marta, que al no encontrarla en
el lugar acordado, había salido a ver si la veía. Se encontraba tan cerca, tan
cerca que podía escuchar su respiración jadeante pegada a su oído.
Se paró bruscamente: ¡No, no era
ella!, algo metálico y frío le apuntaba en la espalda. Se encontraba paralizada
y aterrorizada, al advertir el pinchazo del frío metal cada vez con más fuerza.
Sentía el calor de unas gotas de sangre deslizarse por su espalda.
No paraba de blasfemar mientras la
insultaba y gritaba sin parar. De prisa, de prisa, entra en el cañaveral. No
tuvo tiempo de reaccionar, muy asustada obedeció la orden sin rechistar,
temblando de miedo como un “corderillo que no tiene escapatoria”. De un fuerte
empujón cayó al suelo, cubierto por el fango y rodeada por las altas cañas: se
sintió morir, le tapó la cabeza con un apestoso trapo y siguió apuntándole con
el cuello, quedó paralizada por unos momentos, no podía articular una sola palabra,
sentía la boca seca y con un sabor amargo como la hiel. El cuerpo del hombre
mojado por el sudor que manaba de su cuerpo de hipopótamo, se apretaba contra
ella: mojándole, pechos, muslos y vientre. Luchó desesperadamente con las
manos, las piernas, y con todo su ser, intentó librarse de él con todas sus
fuerzas pero fue inútil, no dejaba ni por un instante de apuntarla con el frío
metal.
Por unos segundos separó el pesado y
pegajoso cuerpo de ella y con gran dificultad logró liberarse de él, e intentó
levantarse, pero volvió a caer en el blando suelo; se arrastró sin apenas
fuerzas hasta poder llegar al solitario paseo. En cuanto se pudo rehacer,
corrió despavorida: mojada, sucia, dolorida y terriblemente asustada. Cubierta
por las tenebrosas sombras de la noche.
Dentro de ella guardará para siempre
grabado a fuego en su piel, el terror de aquella horrible noche del mes de
Septiembre.
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