La noche se presentaba serena y tranquila para emprender la difícil travesía, ni la más mínima presencia de algún fenómeno que pudiese perturbar la magna quietud nocturna. En el cielo, negras nubes defectuosas, techaban el extenso e inalterable mar en calma.
Muy despacio, en silencio y aturdida, Waris subió al cayuco, se sentó en la fría y dura tabla de madera desgajada, pasó sus manos por su ensortijado cabello y levantó el cuello del deteriorado chándal por encima de las orejas; con fuerza apretó contra su pecho la bolsa blanca de plástico que sostenía entre sus maltratadas manos, para intentar alejar el intenso frío que le calaba hasta lo más profundo de sus jóvenes huesos.
No sabía muy bien hacia donde se dirigía… lo importante era salir, salir de Angola, de aquel país áspero y ruin en el que no se podía vivir en paz.
Unas lágrimas de tristeza y desconsuelo rodaron por las negras mejillas de Waris, al pensar en lo mucho que dejaba tras de sí… Los alegres y satisfactorios años pasados en la universidad, donde conoció el amor puro y verdadero, su gran amor, un loco idealista al que ella amaba con toda su alma, el cual, pensaba que podía cambiar su país y tener una vida digna donde todos viviesen en paz y por lo que luchó sin tregua, hasta perder la vida en el empeño.
Miró a su alrededor, los compañeros de viaje mantenían un mutismo sepulcral manteniéndose apilados unos contra otros en su agonía, algunos aun demasiado jóvenes para exponerse a tan peligrosa aventura.
No podía ver nada, todo era oscuridad y silencio; sólo podía percibir débilmente el chapoteo del agua golpeando la débil embarcación.
Al llegar el cayuco a tierra, bajó precipitadamente. Corrió despavorida sin mirar hacia atrás en ningún momento, entre las dunas del espeso pinar siguiendo la dirección de las luces que con destellos de colores le anunciaban la presencia de LA NAVIDAD y le indicaban el final de su ansiado y anhelado destino.
Se sentía perdida en medio de la gran ciudad, cansada y confundida entre el murmullo y el bullicio de los miles de viandantes que a esa hora de la noche deambulaban sin rumbo de un lado para otro: millares de escaparates lucían ostentosos objetos de deseo, inaccesibles para ella. Desfallecida por el hambre y el cansancio, se sentó en un banco y cerró lo ojos unos instantes.
— ¡Hola! , ¿Qué te pasa?. Waris abrió los ojos sobresaltada al ver ante ella aquel niño flaco y desvalido de carita blanquecina y profundas ojeras, que cubría su pequeña cabeza con un gorro de rayas blancas y rojas:
— ¿Cómo te llamas, donde vives? le preguntó el niño con evidente curiosidad.
—Vengo de un país muy lejano y tremendamente pobre…El niño la miró perplejo.
—Yo he estado mucho tiempo en el hospital, sí, muy malito, se me ha caído todo el pelo de la cabeza y de otras partes del cuerpo, por eso llevo este ridículo gorro. Waris lo observaba expectante, pensando cuanto habría sufrido aquel ser tan pequeño y desvalido.
—Pedí un regalo a los Reyes, un regalo especial y me lo han concedido—Waris levantó la mano y con suma ternura acarició su empalidecida carita.
— Ha sido el mejor regalo de toda mi vida, no tendré que volver más a ese horrible lugar— Ella lo escuchaba atónita sin poder comprender lo que le estaba pasando…
—Quiero que vengas a mi casa conmigo; mi madre se pondrá muy contenta, repetía con insistencia una y otra vez. Waris emocionada se levantó, cogió la pequeña mano entre las suya y los dos se perdieron por el mágico paseo entre la multitud.
Muy despacio, en silencio y aturdida, Waris subió al cayuco, se sentó en la fría y dura tabla de madera desgajada, pasó sus manos por su ensortijado cabello y levantó el cuello del deteriorado chándal por encima de las orejas; con fuerza apretó contra su pecho la bolsa blanca de plástico que sostenía entre sus maltratadas manos, para intentar alejar el intenso frío que le calaba hasta lo más profundo de sus jóvenes huesos.
No sabía muy bien hacia donde se dirigía… lo importante era salir, salir de Angola, de aquel país áspero y ruin en el que no se podía vivir en paz.
Unas lágrimas de tristeza y desconsuelo rodaron por las negras mejillas de Waris, al pensar en lo mucho que dejaba tras de sí… Los alegres y satisfactorios años pasados en la universidad, donde conoció el amor puro y verdadero, su gran amor, un loco idealista al que ella amaba con toda su alma, el cual, pensaba que podía cambiar su país y tener una vida digna donde todos viviesen en paz y por lo que luchó sin tregua, hasta perder la vida en el empeño.
Miró a su alrededor, los compañeros de viaje mantenían un mutismo sepulcral manteniéndose apilados unos contra otros en su agonía, algunos aun demasiado jóvenes para exponerse a tan peligrosa aventura.
No podía ver nada, todo era oscuridad y silencio; sólo podía percibir débilmente el chapoteo del agua golpeando la débil embarcación.
Al llegar el cayuco a tierra, bajó precipitadamente. Corrió despavorida sin mirar hacia atrás en ningún momento, entre las dunas del espeso pinar siguiendo la dirección de las luces que con destellos de colores le anunciaban la presencia de LA NAVIDAD y le indicaban el final de su ansiado y anhelado destino.
Se sentía perdida en medio de la gran ciudad, cansada y confundida entre el murmullo y el bullicio de los miles de viandantes que a esa hora de la noche deambulaban sin rumbo de un lado para otro: millares de escaparates lucían ostentosos objetos de deseo, inaccesibles para ella. Desfallecida por el hambre y el cansancio, se sentó en un banco y cerró lo ojos unos instantes.
— ¡Hola! , ¿Qué te pasa?. Waris abrió los ojos sobresaltada al ver ante ella aquel niño flaco y desvalido de carita blanquecina y profundas ojeras, que cubría su pequeña cabeza con un gorro de rayas blancas y rojas:
— ¿Cómo te llamas, donde vives? le preguntó el niño con evidente curiosidad.
—Vengo de un país muy lejano y tremendamente pobre…El niño la miró perplejo.
—Yo he estado mucho tiempo en el hospital, sí, muy malito, se me ha caído todo el pelo de la cabeza y de otras partes del cuerpo, por eso llevo este ridículo gorro. Waris lo observaba expectante, pensando cuanto habría sufrido aquel ser tan pequeño y desvalido.
—Pedí un regalo a los Reyes, un regalo especial y me lo han concedido—Waris levantó la mano y con suma ternura acarició su empalidecida carita.
— Ha sido el mejor regalo de toda mi vida, no tendré que volver más a ese horrible lugar— Ella lo escuchaba atónita sin poder comprender lo que le estaba pasando…
—Quiero que vengas a mi casa conmigo; mi madre se pondrá muy contenta, repetía con insistencia una y otra vez. Waris emocionada se levantó, cogió la pequeña mano entre las suya y los dos se perdieron por el mágico paseo entre la multitud.
MARUJA "FANTÁSTICO" tu relato, como todo lo que escribes.UN gran abrazo.
ResponderEliminarANTOÑITA.