“HOY ES UN DÍA DE PRIMAVERA”
Hoy al levantarme de la cama me
he acercado a la ventana para alzar la persiana. Al asomarme absorto, observo tras los
transparentes cristales, el paisaje, casas adosadas blancas de tejados rojizos
con un pequeño jardín a la entrada, puedo ver con deleite el verdor de los
árboles, sus pobladas ramas enlazadas por verdes hojas, y como el viento las
mece con un suave vaivén delante de mis cansados ojos anunciando la llegada de
la inminente primavera.
Surgen en mi interior miles de
imágenes, situaciones ya casi olvidadas, vivencias lejanas del pasado
penoso de mi niñez.
Eran tiempos
difíciles de posguerra. Cada día antes de salir el sol mi madre marchaba de
casa para lavar la ropa de tres familias adineradas del pueblo. El camino que
recorría era largo y escarpado como un puzzle, con el frío presente todo
el día, ya que las gastadas y deterioradas ropas que envolvían su débil
cuerpo abrigaban muy poco. Empezaba con el alba y terminaba ya entraba la
noche. Por su pesado trabajo le pagaban una miseria; dos pesetas, un trozo de
pan negro y un huevo, ella siempre les pedía que se lo diesen crudo en vez de
cocido que era lo habitual. Con ese huevo nos hacía un gazpachuelo para
comer algo antes de irnos a la cama, ya que sin el caldo caliente en el cuerpo
no podíamos conciliar el sueño.
Nunca
olvidaré ese día del mes de enero; hacía mucho frio y llovía con mucha
violencia en Motril, soplaba un fuerte viento del norte. Para resguardarme,
corrí a cobijarme en la iglesia, ya que no quedaba muy lejos de mi casa y la
puerta principal se encontraba entreabierta. En su interior, reinaba el más
absoluto silencio y una inmensa paz envolvía la estancia. Delante del altar
mayor se encontraba arrodillada una señora de edad indefinida, un tupido velo
le cubría la cabeza. Al poco, salió cerrando la puerta sin hacer el más mínimo
ruido. No podía dejar de temblar, mis sandalias estaban rotas y se me habían
mojado los pies. Tenía mucha hambre y un frío que me calaba los huesos.
Me senté en
el primer banco, delante del Cristo de la buena Muerte; lo miré, fijamente, y
sentí en mi interior su propio dolor. Posiblemente podía tener un poco de
fiebre ya que mi cuerpo no dejaba de tiritar… A los pies de la gran cruz de
madera un bello ramo de de rosas rojas lo custodiaba, tan rojas como la sangre
que se deslizaba por su costado herido. Miré a uno y otro lado y no, no había
nadie a esa hora de la tarde, la única misa de esa parroquia se celebraba a las
siete. Temeroso y avergonzado cogí el ramo y salí a la calle con la mera
intención de venderlo para poder comprar algo para comer.
Al pasar por
una casa de la calle principal del pueblo, me encaramé a la verja, cogí la
cinta que colgaba de la campanilla y la agite con todas mis fuerzas, dispuesto
a vender las rosas para poder saciar mi hambre. Una señora elegantemente
vestida y bien peinada de pelo plateado como una noche de luna, apareció en el
umbral; desconfiada me miró de arriba a abajo y me preguntó: — ¿Qué
deseas chico? — ¿Quiere usted comprarme este ramo de flores para poder
comprarme un bocadillo?, no he comido nada desde anoche, que tomé un poco de
gazpachuelo, respondí con voz temblorosa. La señora me miró perpleja, y dijo: Ese ramo
lo he puesto yo esta mañana a los pies del Cristo de la buena Muerte. Unas
incontroladas lágrimas de vergüenza y tristeza se deslizaron por mis mejillas,
las limpié de inmediato con la manga de la roída chaqueta marrón oscura, que
una de las señora donde ella solía ir a lavar la ropa le había
regalado a mi madre, desechada del hijo pequeño después de haberla usado
anteriormente los tres mayores.
La mujer me dio
la espalda, y volvió a entrar en la casa, dejándome sin saber qué hacer, ya que
sus labios no pronunciaron ni una sola palaba. Pasado unos minutos volvió a
salir. Me miró, y me hizo sentir bien, con su dulce mirada angelical que acariciaba mi cabello mojado
con infinita ternura.
Acompañada
con una sonrisa de complicidad, extendió su mano y me entregó un pequeño
paquete alargado envuelto en papel de estraza, por donde se podía entrever un
poco de tocino añejo de beta.
Toma,
puedes venir todos los días a esta misma hora para recoger un bocadillo y ahora
vuelve a poner el ramo de rosas en el mismo lugar en el que lo has cogido.
Caminé
despacio por el sendero hasta llegar a la calle. El sol había apartado las
negras nubes para hacerse presente en mi sombría vida, ya no sentía frío solo
remordimiento, y aún con lágrimas salté de alegría y corrí calle abajo. No me
lo podía creer. Ahora podría comer todos los días, gracias a aquella bondadosa
señora que el Cristo de la Buena muerte había puesto en mi camino.
Las campanas
de una iglesia cercana me han hecho volver a la realidad. Bajo las escaleras
hasta llegar al salón, miro el reloj, y ya son las diez. Ha pasado el tiempo
sin ni siquiera darme cuenta. Hoy sí es un día de primavera.
Relato muy tierno.
ResponderEliminarUn abrazo.
Precioso Maruja, has hecho que me meta en el relato, me has llevado a otro tiempo, a otro espacio. Enhorabuena amiga. Un fuerte abrazo y buen fin de semana. @Pepe_Lasala
ResponderEliminarQué relato más bonito, lo he disfrutado envuelto en una gran ternura... Cristo nunca nos abandona.
ResponderEliminarUn abrazo.
Un relato precioso sin duda enriquecido con recuerdos vividos o presenciados. Me ha gustado, maruja.
ResponderEliminarQuiro decir que este relato lo escribí al escuchar a un señor mayo contar la historia en televisión. Gracias por vuestros comentarios.
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