
Sentada en el arcaico banco de madera desgajada en medio de un silencio sepulcral, donde sólo podía oír el exiguo tic- tic del reloj que cuelga de la maltratada pared, presidiendo el desolado e inhóspito andén…
En sólo unos minutos todo cambió a su alrededor, pasó de la extrema calma al griterío de los cientos de pasajeros que alborotados corrían de un lado para otro, intentado abordar el tren lo antes posible para no quedarse en tierra, y ser conducidos a la gran ciudad…
No quería montar en aquel tren. No, no quería subir a aquel tren de madera ennegrecida, que como un mausoleo permanece estático frente a ella incitándola a subir sin compasión.
Abatida y sin fuerzas se sentó al final del departamento al lado de la pequeña ventana de madera. Un olor a trapo húmedo le hizo retornar a otra época de su vida, cuando de pequeña viajaba en compañía de su madre en un tren similar. Ella se había marchado, sí, para siempre, sólo permanecían los inolvidables e imborrables recuerdos de una infancia feliz, colmada de juegos y risas. Nunca más volvería a vivir aquellos momentos de felicidad…
Pegó su tersa mejilla sobre el frío cristal de la ventanilla, y observó tras el empañado vidrio como una granizada de largas hormigas azotaban furiosas contra el cristal, tintineando como un carillón en su oído. Los raíles al contacto con las ruedas, expulsan chispas estridentes y luminosas sugiriendo una gran fiesta de “Fin de Año” Pero nada más lejos para ella en aquellos momentos de angustia y desolación.
Lloraba sin consuelo: acunada por el rumor de la locomotora, y el zarandeo las ramas de los árboles que se encuentran alineados cerca de las vías. El tren ajeno e implacable a cualquier sentimiento, sigue su marcha sin piedad…