La primera vez que vi el tren me causó una tremenda impresión. Nunca podré olvidar aquella mañana gris del mes de Enero.
Observé cómo el viento helado movía los papeles del suelo del andén, podía oír el cimbrear de la techumbre de uralita que cubría el demolido tejado.
Dando un fuerte tirón, me solté de la cálida mano de mi madre y me acerqué al borde del andén para poder ver las líneas paralelas, donde esperé expectante la aparición de la descomunal locomotora. Veloz como una fuerte ráfaga de viento, hizo acto de presencia, expulsando bocanadas de humo negro, dirigidas hacia los árboles cercanos que se alineaban a un lado y otro de la vía.
Entre jadeos insistentes se dejaba oír el silbato de la gran maquina anunciando su próxima llegada a la estación. Los frenos chirriaron, saltando miles de chispas luminosas de entre las ruedas haciendo un ruido infernal: se paró en seco.
Las pesadas puertas de madera se abrieron hacia el andén y los pasajeros se dispusieron a bajar uno tras otro, portando sus enormes maletas de cartón piedra.