El parto. Al llegar a la clínica me sentaron en una silla de
ruedas…y me pasaron a una habitación pequeña de paredes azuladas; en ella, dos
camas cubiertas con colchas blancas de algodón. En pocos minutos me trasladaron
a la sala de partos ya que las contracciones eran cada vez más continuas y
dolorosas.
Ya en la sala de partos me preguntaron si quería ponerme en
cuclillas, o en la cama. Pero solo el pensar en moverme ya era muy complicado
para mí. Al final, con no poco esfuerzo conseguí subir a la cama; me dijeron
que me agarrara a las rodillas si notaba ganas de empujar. Yo dudaba de mis
propias fuerzas, estaba agotada. Ella, la enfermera se limitaba a enjugar mi
frente sin dejar de darme ánimos con infinita ternura. El ginecólogo, un hombre
bajito con enormes gafas de culo de vaso, me repetía una y otra vez en tono
cariñoso: Empujar con el estómago. Algo
que yo no entendía muy bien, ya que en
aquella época no existía la preparación al parto. Los dos intentaban relajarme
y animarme. Me decían: “respira, respira,
empuja venga, en la siguiente
contracción ya sale” Pero no salía. En algún momento dudé “y si no me dicen
la verdad”. Realmente yo no sabía si lo estaba haciendo bien o no. Tenía a la
enfermera y al ginecólogo al otro lado… intentando que yo coordinara las
respiraciones: “Venga”. “Que ya está
aquí, le vemos la cabeza” “empuja, que ya se le ven los pelillos” Pero aún
vinieron más contracciones y más empujes y más dolores. Pero pujé, y pujé entre
jadeos no muy bien controlados. Las fuerzas se me escapaban por la boca al no
dejar de lamentarme. El último empujón me hizo gritar con todas mis fuerzas al
desgarrar mis entrañas, fueron sólo unos segundos… cuando abrí los ojos mi niña
estaba sobre mi pecho transmitiéndome su dulce calor. La miré. Y di gracias a
Dios por aquel maravilloso regalo con el que me había premiado la vida.