A la hora de la siesta, cuando el reloj del salón marcaba las tres de la tarde, la casa se iluminaba con un silencio angelical, sólo se escuchaba el tictac, y algún sonido lejano que provenía de la calle, que llamaba mi atención, siempre creí, que cuando mis padres decidían que era la hora de dormir el mundo entero lo hacía y yo, lo hacía sin rechistar.
Ese día estaba ansiosa esperando oír las campanadas, todo permanecía a oscuras, mantenía los ojos abiertos y así podía vislumbrar el maravilloso vestido colgado en una silla del dormitorio junto a él los zapatos rojos de tacón. Cuando el reloj marcó las cinco campanadas, mi corazón comenzó a palpitar muy deprisa, había llegado la hora de levantarme y empezaba el ritual el gran día, ese, en el que mi padre me llevaba a la feria. Como cada año.
Mi madre preparó el baño: me bañó, me puso el traje de faralaes, recogió mis largos cabellos con un artístico moño. Y con mucho arte como sólo ella sabía hacerlo fijó un pequeño rizo en medio de mi frente.
Cuando las campanadas sonaron seis veces, mi padre me cogió de la mano y salimos calle abajo camino de la feria. Al llegar me compró un algodón rosa de azúcar que era más grande que yo, y, allí en la feria entre el gentío protegida por la fuerte mano de mi padre, me sentí como una reina, sí, una reina que lo puede ver todo desde su trono.