CERTAMEN DE RELATOS DE ADULTOS --2º PREMIO DEL 2O11
Al final de la escalinata sujetando la puerta me espera una moja con gafas de culo de vaso que cariñosamente me invita a pasar al salón. Todos permanecen sentados en la amplia sala, unos frente a otros sin ni siquiera mirarse: unos duermen y otros mantienen los ojos cerrados, aletargados. La tele está encendida, nadie la mira ni parecen escucharla.
No sé si con el tiempo me acostumbraré a esta forma de vida, a la dejadez que reina en este lugar tan desarraigado... Pienso si conseguiré algún día sentirme como en mi propia casa.
Desde la posición en que me encuentro he observado la imagen difuminada de una señora elegantemente vestida y bien peinada, está sentada en un sillón marrón a un lado del salón.
Muy decidido y sin reparo, me he acercado a ella para poder charlar un rato. Sí, allí estaba ella; sentada, serena y tranquila, con un libro sobre su falda de raso blanco, acariciando la portada con suaves movimientos como si se tratase, de un frágil bebé desvalido..
—Hola, señora.
No me contesta. Levantando el tono de voz, la vuelvo a saludar: “Buenos días”, y en ese mismo instante responde con voz suave.
—Buenos días, señor; perdone que no la haya oído llegar, estoy un poco sorda y ciega intenta disculparse, girando la cabeza hacia donde me encuentro—. Es muy triste el no poder ver, no consigo acostumbrarme a esta vida de silencio y oscuridad. Hace unos cinco años me quedé totalmente ciega después de una larga y penosa enfermedad, que fue deteriorando mi cuerpo aún joven. . Pensé: “Para qué tendrá el libro, si no lo puede leer?”. Con el tiempo comprendí la razón y el por qué…
Al día siguiente, después de desayunar, fuí presuroso para ver si la encontraba en el mismo lugar. Me sentía como un adolescente que tiene su primera cita. —¿Desea que le lea un poco? —le susurré tímidamente, observando aquella cara angelical.
Conversamos durante mucho tiempo, hasta la hora del almuerzo. Hablamos de cosas de nuestra vida pasada.
Yo, de pequeño, vivía en un cortijo, lejos de la ciudad; así que no podía asistir al colegio del pueblo, el más cercano se encontraba a cinco kilómetros de distancia. Con gran esfuerzo tuve que aprender a leer sólo y a escondidas, con la ayuda de las novelas del “oeste” de mi padre. Las guardaba en una vieja vitrina cerrada con llave, lo cual no era un problema para mí pues conocía muy bien el escondite. Teníamos prohibido que ninguno de mis hermanos cogiésemos aquellas viejas novelas. Decía, que las podíamos romper o estropear.
Ella había ejercido de maestra en su pueblo natal. No tuvo mucha suerte la pobre. Al poco tiempo de casarse se quedó viuda, con tres niños muy pequeños; nadie la ayudó, ni siquiera su familia más cercana. Sin secretos ni tapujos, le fui contando cómo me quedé viudo muy joven y las tristezas y miserias que pasé para conseguir sacar la casa adelante y criar a los hijos.
Lo cierto es que me han asignado una pequeña habitación al final del pasillo. Las cortinas son blancas, de una tela desgajada y poco rizada; las dos camas que la ocupan, muy estrechas, pegadas a la pared, cubiertas con unas colchas de flores difuminadas de un color sucio. Espero que al darme la vuelta no me caiga de ella, ya que desde hace mucho tiempo he dormido sólo en la de matrimonio. Además tendré que compartir la habitación. ¿Cómo será él? Creo que es un señor que ha entrado esta mañana después de llegar yo. Está un poco gordo, desaliñado… Espero que nos llevemos bien, yo soy muy sociable.
No he pegado ojo en toda la noche por el ir y venir gentes por el largo pasillo y por los fuertes ronquidos del compañero. Creo que es asmático por la forma de respirar. A media noche he sentido unas ganas tremendas de ir al baño, pero no encontraba el interruptor de la lamparita para encender la luz, así que he estado aguantando hasta que han empezado a entrar los rayos del sol por las rendijas de la persiana, y me he podido ubicar y encontrar la puerta.
Muy despacio y sin hacer ruido para no despertarlo, he estirado la ropa de la cama. No estoy acostumbrado a salir del cuarto sin ese ritual diario. Me he aseado cuidadosamente. Después, cogido a la barandilla y tanteando uno a uno cada escalón, he bajado despacio las escaleras hasta llegar al comedor. Tengo mucho miedo a caerme.
Desde la puerta del comedor he observado a un señor muy mayor. ¿Tendrá más de noventa años? Está sentado con la pelliza puesta, la gorra metida hasta las orejas y unos pelos largos y canosos que exhibe por debajo de ella. Una lágrima incontrolada resbala por su arrugada mejilla; la intenta apartar con la mano un poco temblorosa, debido a una cruel enfermedad; en un gran tazón de leche, moja una dura magdalena sobre la que se afana en soplar una y otra vez; debe estar muy caliente.
Al salir al jardín, el aire fresco me ha roz ado la piel como el suave pelo de un gato, una sensación de libertad ha invadido mi espíritu. Los árboles mecen las hojas como bailarinas de un mágico ballet, los pájaros con sus trinos ponen la suave sinfonía de una balada inacabable y los anaranjados rayos del sol resaltan el dorado albero del camino.
Espero cada día con impaciencia la hora de reunirme con ella en el jardín. He vuelto a enamorarme perdidamente como un adolescente. He podido vivir la emoción del primer amor. Ella verá a través de mis ojos y yo seré feliz por tenerla a mi lado al final del camino…