Hacía mucho calor, los niños se hallaban muy nerviosos. Corrían de un lado para otro, tirando todo lo que encontraban a su paso y peleándose entre ellos. ¡No podía más! De un puñado los metí en el coche y me marché a la playa. Al llegar, casi no podía abrir la puerta del coche por el fuerte viento reinante. Pensé en volver a casa, pero, no, yo soy más terca que una mula. Bajé los bártulos y los planté sobre la incandescente arena, el sol caía a plomo sobre nuestros cuerpos casi desnudos. Me encontraba mal, el fuerte calor no me
dejaba respirar y un sudor pegajoso se adhería a todo mi cuerpo.
Grité, una y otra vez a los niños para que no se acercasen al agua, y jugaran en la orilla. Ondeaba la bandera amarilla y era muy peligroso.
Desde la posición en que me encontraba, divisé a un anciano: mugriento y mal vestido con un viejo sombrero de paja, arrastrando una enorme bolsa negra de plástico en la que introducía todo lo encontraba a su paso.
— ¡¡Se dirige a los niños!! Los llamé desesperada para que no se acercasen a él.
El anciano mugriento pasó junto a mí, inclinó la cabeza para recoger un objeto del suelo; en ese instante me dirigió una tierna y amable sonrisa. A la que yo le respondí con un gesto áspero y hostil.
Unos día más tarde escuché una interesante conversación, en la puerta del colegio a una de las madres.
—¡¡Si!! Es él, — Le dicen el Ángel de la playa.
—Lleva toda su vida limpiando las playas del entorno, de latas, cristales y otros objetos cortantes con los que se pueden herir los niños al jugar en la arena.
Aquel día recibí una gran lesión, de amor y humanidad que nunca olvidaré. Jamás juzgues a ninguna persona por su aspecto…